Y me admiré

Y me admiré entonces de ver que te amaba a ti y no ya a un fantasma. Pero no era estable este mi gozo de ti; pues si bien tu hermosura me arrebataba, apartábame luego de ti la pesadumbre de mi miseria y me derrumbaba gimiendo en mis costumbres carnales. Pero aun en el pecado me acompañaba siempre el recuerdo de ti y ninguna duda me cabía ya de tener a quien asirme, aun cuando carecía yo por mí mismo de la fuerza necesaria. Porque el cuerpo corruptible es un peso para el alma y el hecho mismo de vivir sobre la tierra deprime la mente agitada por muchos pensamientos (Sb 9, 15). Segurísimo estaba yo de que tus perfecciones invisibles se hicieron, desde la constitución del mundo, visibles a la inteligencia que considera las criaturas y también tu potencia y tu divinidad (Rm 1, 20).

San Agustín. Confesiones

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