En los grandes santos se encuentra la coincidencia entre perfecta humildad y perfecta integridad. Resulta que ambas cosas son prácticamente lo mismo. El santo es distinto de todos los demás, precisamente porque es humilde. Por lo que respecta a las circunstancias de esta vida, la humildad puede contentarse con cualquier cosa que satisfaga a los seres humanos en general. Pero ello no significa que la esencia de la humildad consista en ser como todos los demás. Al contrario: la humildad consiste precisamente en ser la persona que somos realmente ante Dios; y como no hay dos personas iguales, quien tiene la humildad de ser el mismo no será como ninguna otra persona en todo el universo. Pero esta individualidad no se afirmará necesariamente en la superficie de la vida diaria. No será una cuestión de meras apariencias, opiniones, gustos o modos de hacer las cosas, sino que se encuentra en lo profundo del alma. Para las personas verdaderamente humildes, las maneras de ser, costumbres y hábitos ordinarios de los hombres no son materia de conflictos. Los santos no se entusiasman por lo que la gente come y bebe, la ropa que lleva o lo que cuelga en los muros de sus casas. Hacer de la conformidad o disconformidad con otros en estas cuestiones secundarias un asunto de vida o muerte es llenar la vida interior de confusión y ruido. La persona humilde, que ignora todo esto como indiferente, toma todo lo que en el mundo le ayuda encontrar a Dios y prescinde de lo demás. Es capaz de ver con gran claridad que lo que resulta útil para ella puede ser inútil para otros, y lo que ayuda a otros a ser santos, a ella podría destruirla. Thomas Merton OSB. Nuevas semillas de contemplación

Comentarios

Entradas populares de este blog

La alegría