Los libros

Los libros platónicos que leí me advirtieron que debía buscar la verdad incorpórea y llegué a sentir que en realidad perfecciones invisibles se hacen visibles a la inteligencia por la consideración de las criaturas; pero era repelido por aquellos que las tinieblas de mi alma no me dejaban  conocer. Seguro estaba yo de tu existencia; seguro de que eres infinito pero que no te difundes por lugares ni finitos ni infinitos; que en verdad eres el que siempre has sido, idéntico a ti mismo y deducía que todas las cosas proceden de ti por el simplicísimo argumento de que existen. De todas estas cosas estaba ciertísimo, pero era débil para gozar de ti. Hablaba con locuacidad, como si fuera muy perito; pero de no buscar el camino en Cristo Redentor sería yo no un hombre perito, sino un hombre que perece. Ya para entonces había yo comenzado a hacer ostentación de sabiduría, lleno como estaba de lo que era mi castigo y, en vez de llorar, me hinchaba con la ostentación de la ciencia. Pues, ¿dónde estaba aquella caridad que edifica sobre el fundamento de la humildad de Jesucristo; o cuándo me enseñaron la humildad aquellos libros? Tú quisiste, creo, que los leyera antes de acercarme a la Sagrada Escritura para que quedara impreso en mi memoria el efecto que me habían producido; así, más tarde, amansado ya por tus libros y curado de mis llagas por tu mano bienhechora, iba yo a tener discernimiento para distinguir la verdadera confesión de la mera presunción; para ver la diferencia entre los que entienden a dónde se debe ir pero no ven por dónde y la senda que lleva a la patria feliz no sólo para verla, sino para habitar en ella. Porque si primeramente hubiera sido formado en tus sagrados libros y en una suave familiaridad contigo y después hubiera leído los libros de los platónicos, acaso me arrancaran del sólido fundamento de la piedad; o si no me arrancaban afectos en los que estaba profundamente embebido, al menos pudiera yo creer que dichos libros eran capaces, con sólo leerlos, de engendrar tan noble afecto.

San Agustín. Confesiones

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