Así sucedió...

Así sucedió que con ardiente avidez arrebataba yo la escritura de tu Espíritu, en San Pablo con preferencia a los demás apóstoles y se me desvanecieron ciertas dificultades que tuve cuando en cierta ocasión me parecía encontrarlo en contradicción consigo mismo y no ir de acuerdo el texto de sus palabras con el testimonio de la ley y los profetas. Y se apoderó de mí una trepidante exultación cuando vi claro que uno solo es el rostro que nos ofrecen todas las Escrituras. Comencé pues y, cuanto había leído de verdadero allá, lo encontré también aquí con la recomendación de tu gracia; para que el que ve no se gloríe como si su visión no la hubiera recibido (1Co 4, 7). Pues, ¿qué tiene nadie que no lo haya recibido? Y para que sea no sólo amonestado de verte, sino también sanado para poseerte a ti, que eres siempre el mismo y para que, siéndole imposible descubrirte desde lejos, tome el camino por donde puede legar a verte y luego a poseerte. Pues cuando se deleite el hombre en la ley de Dios según el hombre interior, ¿qué hará con esa otra ley que está en sus miembros y que resiste a la ley de su mente y lo tiene cautivo en la ley del pecado que está en sus miembros? (Rm 7, 22-23). Porque tú, Señor, eres justo y nosotros somos pecadores y hemos obrado la iniquidad (Dt 3, 28). Por eso tu mano se ha hecho pesada sobre nosotros y con justicia hemos sido entregados al antiguo pecador y señor de la muerte y éste ha modelado nuestra voluntad según la suya en la cual no está la verdad (Jn 8, 44). ¿Qué hará pues el hombre mísero? ¿Quién lo libertará de su cuerpo de muerte sino tu gracia por Jesucristo, Señor nuestro? (Rm 7, 24-25). Jesucristo, a quien engendraste coeterno contigo y a quien creaste en el principio de tus caminos (Pr 8, 22); en el  cual un príncipe de este mundo no halló causa de muerte (Jn 14,30) y, sin embargo, lo hizo matar y con esa muerte fue destruido el decreto que nos era contrario (Col 2, 14). Nada de esto dicen los libros de los platónicos, ni en sus páginas se en encuentra este rostro de piedad, ni las lágrimas de la confesión, en las que tú ves el sacrificio de un corazón contrito y humillado (Sal 50, 19); nada dicen de la salud del pueblo, ni de la ciudad desposada, ni de las primicias del Espíritu Santo y el cáliz de nuestra salud. Nadie canta en ellos "mi alma está sujeta al Señor de quien viene mi salud. Porque Él es mi Dios y mi salvación; Él me ha recibido y ya más no me moveré (Sal 41, 2-3)”.

San Agustín. Confesiones

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