La Vida Eterna

Todavía siendo niño había yo oído hablar de Vida Eterna que nos tienes prometida por tu Hijo nuestro Señor, cuya humildad descendió hasta nuestra soberbia. Ya me signaba con el signo de su cruz y me sazonaba con su sal ya desde el vientre de mi madre, que tan grande esperanza tenía puesta en ti. Y tú sabes que ciertos días me atacaron violentos dolores de vientre con mucha fiebre, y que me vi de muerte. Y viste también, porque ya entonces eras mi guardián, con cuánta fe y ardor pedí el bautismo de tu Cristo, Dios y Señor mío, a mi madre y a la Madre de todos que es tu Iglesia. Y mi madre del cuerpo, que consternada en su corazón casto y lleno de fe quería engendrarme para la vida eterna, se agitaba para que yo fuera iniciado en los sacramentos de la salvación y, confiándote a ti, Señor mío, recibiera la remisión de mi pecado. Y así hubiera sido sin la pronta recuperación que tuve. Se difirió pues mi purificación, como si fuera necesario seguir viviendo una vida manchada, ya que una recaída en el mal comportamiento después del baño bautismal habría sido peor y mucho más peligrosa. Yo era ya pues un creyente. Y lo eran también mi madre y todos los de la casa, con la excepción de mi padre, quien a pesar de que no creía tampoco estorbaba los esfuerzos de mi piadosa madre para afirmarme en la fe en Cristo. Porque ella quería que no él sino tú fueras mi Padre; y tú la ayudabas a sobreponerse a quien bien servía siendo ella mejor, pues al servirlo a él por tu mandato, a ti te servía. Me gustaría saber, Señor, por qué razón se difirió mi bautismo; si fue bueno para mí que se aflojaran las riendas para seguir pecando, o si hubiera sido mejor que no se me aflojaran. ¿Por qué oímos todos los días decir: "Deja a éste que haga su voluntad, al cabo no está bautizado todavía", cuando de la salud del cuerpo nunca decimos: "Déjalo que se trastorne más, al cabo no está aún curado"? ¡Cuánto mejor hubiera sido que yo sanara más pronto y que de tal manera obrara yo y obraran conmigo, que quedara en seguro bajo tu protección la salud del alma que de ti me viene! Pero bien sabía mi madre cuántas y cuán grandes oleadas de tentación habrían de seguir a mi infancia. Pensó que tales batallas contribuirían a formarme, y no quiso exponer a ellas la efigie tuya que se nos da en el bautismo.
San Agustín. Confesiones

Comentarios

Entradas populares de este blog

La alegría

El patriarca Atenagoras