Permíteme

Permíteme, Señor, decir algo sobre mi ingenio, dádiva tuya y de los devaneos con que lo desperdiciaba. Me proponían algo que mucho me inquietaba el alma. Querían que por amor a la alabanza y miedo a ser enfrentado y golpeado repitiera las palabras de Juno, iracunda y dolida de que no podía alejar de Italia al rey de los teucros (Virgilio, Eneida 1, 38). Pues nunca había oído yo que Juno hubiese dicho tales cosas. Pero nos forzaban a seguir como vagabundos los vestigios de aquellas ficciones poéticas y a decir en prosa suelta lo que los poetas decían en verso. Y el que lo hacía mejor entre nosotros y era más alabado, era el que según la dignidad del personaje que fingía con mayor vehemencia y propiedad de lenguaje expresaba el dolor o la cólera de su personaje. Pero, ¿de qué me servía todo aquello, Dios mío y vida mía? ¿Y por qué era yo, cuando recitaba, más alabado que otros coetáneos míos y compañeros de estudios? ¿No era todo ello viento y humo? ¿No había por ventura otros temas en que se pudieran ejercitar mi lengua y mi ingenio? Los había. Tus alabanzas, Señor, tus alabanzas como están en la Santa Escritura, habrían sostenido el gajo débil de mi corazón; y no habría yo quedado como presa innoble de los pájaros de rapiña en medio de aquellas vanidades.
San Agustín. Confesiones

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